martes, 5 de mayo de 2009

Es más que un tendedero de ropa

Como siempre, cada mañana que salgo de mi casa, se siente un insoportable olor debajo del puente de corales, que se acentúa más cuando está haciendo un día soleado. Es el rio Consota el causante de los estragos de las personas que viven cerca de mi barrio, no sólo por su repugnante olor a contaminación sino por las inundaciones y los daños materiales en los días lluviosos.

El color café que lleva a su paso es triste, y los tubos grises que parecen provenir de las nuevas construcciones traen más desechos que, como siempre, paran en los cauces del rio. O sea que, el Consota que alguna vez fue hermoso debe aguantarse los desechos de las construcciones además de las basuras que suelen parar en sus orillas, haciéndolo feo y desagradable.

Extrañamente, el rio Consota se ha convertido en un tendedero natural. Al parecer, algunas personas marginadas, llamadas vulgarmente indigentes, habitan en las orillas del rio, justamente en el recorrido cerca al barrio San Fernando de Cuba, donde los matorrales y guaduales hacen el papel de tendederos, sosteniendo cientos de mechas de muchos colores que el rio va dejando a su paso y que, quizás, las personas cuelgan allí a propósito para que se sequen.

El problema radica en la fauna que se encuentra en este habitad natural, que debido a la imprudencia de los pereiranos, ya ni siquiera parece ser habitable. Animales como iguanas, tortugas y algunas aves aún están dispuestas a permanecer vivas allí, en contra de cualquier descarado que vaya a botar sus porquerías en el rio. Y ni hablar de los árboles que absorben esa agua.

Cada vez que oigo pasar el rio estrepitosamente, no sólo cerca de mi casa sino también en mi universidad, que ha sido víctima constante de sus crecidas cual si fuera una venganza contra los estudiantes por miserables y desconsiderados, me recuerda lo mucho que odio la suciedad. Pareciese que el llanto del rio se mezclara con el viento y me llegara hasta los oídos como una ráfaga impetuosa y abatida. Consternada porque aún no sabe cuál es la causa de la contaminación de los hombres, porque aún no sabe qué mal ha hecho, pues sus aguas dejaron de beberse y su hedor es repugnante.

Pero claro, nosotros seguimos malgastando agua y tirando las basuras en los ríos, como quien dice “eso después se renueva”, si claro, como si fuera tan sencillo. Tan sencilla como ésta crónica, que muestra una problemática a partir del medio ambiente, que al fin y al cabo pretende concientizar a las personas a que cuiden su ciudad y sus ríos. A que amen los animales que en ellos habitan y no los usen simplemente como tendederos de ropa. Ropa que si mucho, alcanza a cubrir la desnudez, más no acaba con la impredecible sed.

Entre ambas sillas

Despierta el día con una mañana fría. Las personas se pasean de un lado a otro como reteniendo el poco calor que les queda en sus cuerpos. Algunos están charlando, otros están comiendo. Hay quienes leen, repasan para un parcial y hay quienes observan la pantalla de un portátil con los ojos cuadrados y sus parpados un tanto caídos.

Sencillamente, para cualquier lugar que observes, lo primero que se encuentran tus ojos son más ojos. Miradas que desfallecen, miradas cansadas y conmovedoras. Miradas que infunden miedo y otras que te hacen reír como si te hicieran cosquillas, pero existe una mirada que quisieras prolongar, una mirada fija, vaga y ausente. Una mirada que, inquietante, buscas tercamente entre las personas sentadas en la cafetería.

Dos sillas. Están colocadas una frente a la otra, mirándose, observándose. Te miran a ti, y desean que te sientes en ellas, pero el frio y la humedad te hacen desistir. Las sillas, ansiosas por preocupaciones, buscan las miradas opulentas, exageradas y apasionantes de los jóvenes. Dos bancas que están dispuestas a obsequiarte un breve momento de tranquilidad, descanso y mentalidad despejada, perfectos para antes de una clase. Pero, ¿De qué nos hablan esas miradas?

Las sillas vacías se componen de lágrimas de lluvia. El sol, impaciente por salir, las calienta con su permanente cobija. Mejoran tu aspecto, te hacen ver más natural y seguro de ti mismo. “Siéntate en mi, te lo pido”, me ruega una de ellas, pero no hay con quien, sencillamente son dos sillas, una frente a la otra.

Nadie se percata de las sillas vacías. Se preguntan donde se pueden sentar, cuando tienen tanto espacio por explorar. Las bancas te gustan porque están lejos de la muchedumbre. Porque te incitan a meditar, a reflexionar. De un parcial perdido, un corazón roto, una soledad infinita. Pero definitivamente no hay nada mejor que compartir esas dos sillas. Mirarse fijamente, morir para el mundo, desaparecer.

La distancia que las separa la una de la otra, no permite un contacto físico. Permite un contacto visual. Las sillas vacías te hacen pensar en lo solo que estás, aunque estés rodeado de tantas personas. Te hacen sentir escalofríos porque desearías ocuparlas con alguien más. Alguien que tal vez nunca llegará, solamente porque no encuentra su destino en aquella mojada y percudida silla gris.

Me pregunto quién la estará ocupando en medio de este aguacero. Tal vez unas cuantas gotas de lluvia que anhelan regresar al cielo, porque, ¿quién desearía quedarse en esta mugrosa tierra?, tierra en la que no encuentras apoyo moral, pues las sillas constantemente están vacías, como vacío anda tu corazón, como vacía anda la humanidad.

Las miradas que te hablan de soledad. Esas miradas que te persiguen a toda hora en el día. Las miradas que te lanzan las bancas, para que te tomes tu tiempo en conocerlas. Para que disfrutes los aromas de las flores que las acompañan. Bueno, por lo menos no están del todo solas.

Cuando las bancas están ocupadas, ya no hay espacio para alguien más. Solo están reservadas para esas dos personas. No importa quién se fije en ellas, pues no están disponibles. Por lo tanto, pierden sentido e importancia. La impotencia o la frustración del próximo ocupante se hace cada vez más evidente a través de las miradas. Las miradas disgustadas de los individuos que se sientan en la sala de espera, disgustados por la espera, la impaciencia de ver desocupadas esas sillas.

Es lo mismo que sucede con dos personas que se atraen. Al principio, se llenan de ansiedad e intriga por saber los sentimientos del otro, las miradas no se hacen esperar. Uno que otro guiño rodea la esperanza de tan sólo una oportunidad para conocerse. Los corazones están fríos y solos, pero los días soleados los hacen ver más cálidos y resplandecientes. Es así como las sillas vacías se encuentran. Encuentran diferentes vidas pero similar espacio, similar gusto.

Cuantas veces no deseamos que esas sillas sean ocupadas pronto. Entre nuestra impaciencia, deseamos con ansias locas que las sillas cobren vida. Que se hagan notar nuestros corazones. Una persona que entre miles de combates con el amor, sólo intenta hallarte. Desconsoladamente, busca refugio en tu silla vacía.

Las miradas sí hablan más que mil palabras. Eso lo he comprobado muchas veces. En el asunto del amor, mucho más. Tus miradas se encuentran con las mías. Se escabullen. Pero persisten. Los ojos son imprudentes porque desmienten lo que tu boca expresa. Por eso, vale más estar seguro de lo que se siente. De lo que se quiere y desea.

A pesar de no estar juntos, las cosas no han cambiado. Mi silla sigue vacía pero incapaz de ser ocupada. La barrera que nos separa de los demás visitantes es saludable, porque de vez en cuando, las sillas deben permanecer vacías, solitarias, mojadas y resignadas. De esta forma, conocerás más tu forma de pensar, actuar y amar.

Una metáfora más sobre ese sentimiento cargado de emociones. Sobre ese corazón que aún se encuentra roto o solo. Metáforas que, sin querer, te caen como anillo al dedo, pues es de esta manera como estás viviendo el amor, o por lo menos lo que pretende ser amor, como dos sillas vacías.