lunes, 23 de marzo de 2009

El misterio de la nada

“Pensar en las cosas del mañana nos hace más vulnerables al presente, e indudablemente más fuertes que el pasado”.

No tengo ni tan solo una idea sobre cómo empezar esta absurda crónica. Y es que, ¿A quién se le ocurre escribir algo sobre la nada? Si no es nada, ¿qué se puede hablar sobre eso? Nada, nada, nada, no sé nada.

El significado que nos proporciona la real academia española sobre la palabra nada es:
1. Palabra que se utiliza para referirse a una persona u objeto que no tiene importancia.
2. Palabra designada a la ausencia de cualquier ente.

Yo por mi parte, tengo mi propio concepto sobre la nada. Uno muy similar al que nos proporciona el diccionario de la existencia.

“Ser nada es un absurdo”

Así pues comienza la triste y pesada historia de Arturo.

Arturo era un hombre de tez blanca y ojos oscuros. A sus 32 años de edad, poseía un empleo favorecedor en un banco, una linda esposa llamada Clara y una cómoda vida sin muchas deudas.
Arturo se levantaba todos los días a las 5 de la mañana. La rutina de siempre, salir a trotar, bañarse a las 6 en punto y desayunar antes de irse al trabajo, le gustaba la lectura y la radio, siempre se le veía con un periódico en la mano. Clara, por otro lado, se quedaba casa, preparándose para trabajar en la tarde como secretaria de medio tiempo en el consultorio de un medico.

Como pareja, Arturo y Clara vivían muy bien, cómodamente. Los dos, con sus respectivos sueldos, pagaban las facturas, los inmuebles de la casa, los alimentos y los objetos que usaban cotidianamente. Al parecer, la vida de ellos era normal, una más.
Una mañana de abril, la vida de Arturo cambió para siempre.

Esta mañana, fue muy diferente a todas las demás. Arturo no encontró ningún motivo para levantarse, no quería salir a trotar, ni probar bocado alguno. Se sentía como un bicho, repugnante. Se sentía nada, nadie.

-Arturo, mi amor, ¿Qué te pasa?- le preguntó Clara

Pero un silencio prolongado fue lo único que obtuvo como respuesta.
Ese día, un 17 de abril, Arturo faltó a su trabajo y cayó en una rotunda depresión. Los siguientes días llegaron cargados de llanto y angustia por parte de Clara, pero Arturo no mostraba señal alguna de mejoría. Parecía como si su vida hubiese perdido sentido, importancia. A duras penas se comía los restos de la comida, a medias y con algo de repugnancia. La preocupación se hacía cada vez más evidente.

Clara, sin comprender aun lo que estaba ocurriendo, consultó con algún psicólogo al tercer día de su inminente decaída, el problema que estaba teniendo su marido, si era tal vez una enfermedad mental o si estaba cansado del matrimonio y la vida en pareja. Por lo cual, un día condujo al especialista a su casa.

El diagnostico era negativo. Arturo estaba transitando por una profunda metamorfosis, o al menos eso parecía. Estaba cansado de su vida, de su monotonía, de su absurda existencia. Su enfermedad era tanto física como espiritual. El vacío existencial le hacía sentir náuseas, odiar la humanidad completa y desear con ansias locas la muerte.

Después de un mes de atención por parte de Clara a su esposo, la situación seguía igual. Arturo necesitaba transformar su vida, encontrar un nuevo motivo para pertenecer a este mundo. Necesitaba encontrarse a sí mismo para entender su nueva forma de vida y su estado emocional. Pero Clara ya estaba cansada de no entender las cosas y, por otro lado, su sueldo no era suficiente para mantener la estabilidad económica de siempre. Por lo cual, decidió marcharse a la casa de su madre, una tarde de mayo para intentar recuperar su vida consumida por la de su esposo.

-Solo

Arturo se hallaba solo. Ahora sí estaba desesperado. Vagaba de un lado a otro por los pasillos de la casa. Sin la ayuda de Clara, no había modo de salir de este laberinto existencial, era demasiado denso para escapar de la nada. Había mucho en que pensar, mucho tiempo para disfrutar al lado de su esposa y su trabajo. Pero que trabajo si ya lo había perdido todo.

Nadie podía entender lo que realmente le sucedía a Arturo. Nadie tenía las suficientes agallas para enfrentarse a esta clase de personas, entes que caminan sin ningún destino previo. Ni siquiera el hermoso amanecer o el resplandor del sol podían mejorar su situación. Ya nada existía para Arturo, quien se dejaba morir en su propia locura.

Su aspecto físico cada vez daba más lástima. Sus ojos, antes con un color brillante, parecían haber perdido cualquier rastro de luz. Su cuerpo, antes fuerte y atlético, ahora solo infundía lastima en los rostros de quienes lo veían caminar por las grises calles de la ciudad.

La fría casa parecía consumirlo. Todo a su alrededor denotaba tristeza y desfallecimiento. Las horas y los minutos se le antojaban infinitas, y el tic-tac del reloj retumbaba en su mente cuan tambor despavorido. Pero él se rehusaba a salir, solo lo hacía por necesidades fisiológicas. Nada afuera le importaba.

Pareciese que la única salida de esta pesadilla era la muerte. Un fin absurdo como siempre, porque uno se muere y sigue siendo nada. Y si Arturo se muriese y no dejaría huella en el mundo, no escribiría un libro, no cumpliría ninguna de sus metas.

A sus 32 años, Arturo no iba a poder realizar sus sueños. Quería tener dos hijos, conseguir un mejor empleo con un sueldo más sofisticado. Quizás, una camioneta blanca, de esas que tanto le gustaban a Clarita, como le decía con cariño, pero ya ni siquiera estaba ella para consolarlo y ayudarlo a recuperarse.

No había esencia, no había sustancia. Sin estos dos elementos, no hay vida, no hay nada.
-Es que no tengo motivos para levantarme, no tengo porqué luchar- se decía a sí mismo Arturo en una de sus muchas conversaciones existenciales.
-Lo he perdido todo

No ser, es la carencia absoluta de todo ser. Por muchas circunstancias accidentales se puede contagiar de esta enfermedad. La desilusión amorosa, la muerte de un pariente, el perdido propósito de una existencia, son solo algunos ejemplos de la perversa causa.

Milagrosamente, una noche calurosa de agosto, después de casi 3 meses de sombría vida, Arturo se encontró en un recóndito sueño. En aquel sueño, una fuerza extraña lo atraía forzosamente hacia la tierra. No era este su momento de partir. Había algo que lo retenía aun con vida. El solo hecho de ser humano, de ser quien era.
Al abrir sus ojos, Arturo se encontró con la tierna mirada de la luna. El firmamento aun le causaba fascinación aunque todo carecía de importancia. Era este el llamado hacia la vida, hacia la realidad.

Salió despavorido de su casa y se incorporó en la densa maleza de la trocha. Se tendió en el suelo y pensó en lo mucho que había perdido, en el tiempo consumido por las lágrimas y las incertidumbres. Su tiempo de metamorfosis había concluido. Su transformación se había demorado, pero había valido la pena vivirla y por fin, un 14 de agosto, recuperó su vida.

Esa misma noche, Arturo llamó a Clara para confirmarle una noticia alentadora. Ella, con voz de pocos amigos, no le creyó. Pero esto ya no importaba, porque Arturo ahora se encontraba seguro de sí mismo y con nuevos propósitos. Pensó en demostrarle con cada detalle su pronta recuperación y sus ansias de amarla.

Finalmente, la vida nos pone obstáculos y vacios existenciales solo con el propósito de crecer como personas, de conocernos y exprimirnos hasta la última gota de sentido.

Finalmente de un tema tan recóndito como la nada, se logran obtener resultados cargados de significado, donde el absurdo ya no es un problema para la humanidad cada vez más perdida.
Arturo, por otra parte, convive con Clara cerca de mi casa. Consiguió un trabajo nuevo y es ahora cuando más valora cada detalle de su alrededor. La sonrisa de un niño, una canción romántica, un lunes festivo.

Muchas veces uno se hace preguntas como: ¿Quién soy?, ¿Cuál es mi propósito en este planeta? Entre otras, donde nos cuestionamos a nosotros mismos sobre nuestra existencia. Lo cierto es que las respuestas no se hallan con tanta facilidad, uno primero tiene que vivir, para poderse preguntar porque existe, es decir, tiene que ser, para poder existir. Es aquí donde la nada cobra vida, porque ya no solo es un problema de significado, sino un problema existencial, sustancial. Para lograr la absoluta significación de cada quien, se necesita sufrir, se necesita ser nada en algún momento, se necesita carecer de ese sentido. De ese absurdo pero necesario sentido de vivir.

miércoles, 18 de marzo de 2009

La inconformidad con el Megabus

Eran aproximadamente las siete de la tarde y no sabía cómo llegar a mi casa. Mi billetera, estaba hecha una carta de hace 10 años de antigüedad, con su respectivo polvo y telarañas, señas de que un billete estuvo allí hace ya muchos días. Afortunadamente, aún conservo la tarjeta de Megabus que mi abuela me prestó el otro día para dirigirme al centro, y ¡Sí! Conservaba 1300 pesos para recargarla. Me dispuse a despedirme de mis amigos después de una charla amena entre carcajadas y papas a la francesa e ingresar a la estación de la carrera sexta entre calles 20 y 19.

Desde pequeña he vivido en el barrio Gamma, pero hasta ahora, mi madre no me daba tanta libertad para abordar un vehículo público para llegar a mi casa, pues le daba miedo tanta inseguridad. De por sí, mi casa queda lejos del área metropolitana de Pereira, algunos dicen que queda casi llegando a Cartago, pero solo exageran.

Bueno, volviendo al tema del Megabus, mientras esperaba que pasara uno de tantos mega estorbos, mega malucos o mega verdes como es catalogado por los frecuentes usuarios, intentaba pensar que iba hacer cuando llegara a mi casa. Hacer una que otra tarea para informática y claro, ingresar al Messenger o tal vez leería la gigante pila de fotocopias para semiología, cuando de pronto apareció el Megabus número tres.

Entré y lo primero que percibieron mis sentidos al abrirse la puerta del vehículo fue un extraño olor, olor que desearía nunca haber olido, pues después de tanta conversadera y comedera de papitas, me estaba empezando a dar nauseas. Intente aguantar la respiración mientras buscaba con la mirada la deseada silla desocupada roja. Mala suerte, estaba todo lleno, es decir, repleto, teto e insoportablemente bochornoso. Cosa que no es nada anormal en el Megabus. De por sí, es un servicio que proporciona muchas ventajas a los pasajeros, pero esto ya era la gota que rebasa el vaso.

Parado, la peor palabra que puede escuchar uno en esa clase de busetas. La gente se empieza a estrechar, dejando un espacio escaso entre la multitud emergente. Todos aquellos que nos encontrábamos parados debíamos, además de aguantarnos la incomodidad que suponía el estar tan cerca los unos de los otros, los golpes y jalones que se mandaba la buseta, señas de que lo que llevaba no eran personas sino más bien ganado.

Vea pues, ganado es lo que somos para ellos, los conductores, quienes solo se preocupan por llegar rápido a su destino sin importar nuestras molestias. Y fue así colegas como continúe hablando conmigo misma, mentalmente, mientras sacaba mi Ipod de la maleta. Buff, que calor hace aquí, omg y que aroma, no podía resistirlo más. ¿A qué se debía ese fuerte olor?, un golpe de ala que denotaba un día pesado de trabajo, de esos olores que son bajo el ardiente rayo del sol.

“Tara ra ra ra”, tarareaba mientras seguíamos avanzando por la avenida treinta de agosto, parando por cada estación, recogiendo más ganado, oops, personas. Una mirada opulenta seguía cada paso de mis ojos, era un señor. Vestía una camisa roja de rayas, unos jeans desgastados y unas sandalias cafés. ¿Sería este el origen del mal olor?, mmm, me preguntaba mientras observaba el reflejo de mi imagen en la ventana del Megabus. Por mi cabeza pasaban miles de pensamientos sobre esta extraña mirada. Me invadía un profundo miedo el pensar que este hombre iba a querer robarme, pues tenía los audífonos de mi Ipod tan visibles y en un volumen tan alto que hasta podría decirse que la señora situada frente a mi estaba escuchando.

Nada de relajos, el Megabus cada vez se llenaba más y esa mirada de aquel sujeto me intimidaba con cada segundo que pasaba. Una estación más, cuando de pronto la señora que yo pensaba que estaba escuchando música conmigo se paró. Se dispuso a salir del mismísimo infierno. ¡Sí!, una nueva oportunidad de acomodarme en aquel estrecho bus, en aquel desocupado asiento rojo, cuando, oh no, una señora, más o menos de 60 años se aproximaba lentamente por el corredor. Nada que hacer, ante todo, la solidaridad con los más necesitados.

Me paré de un salto y dirigí mi mirada a la del sujeto extraño, pheww, estaba mirando otra joven más delante de nosotros, cuan aliviada me sentí, aunque duró poco tiempo. El olor se infiltraba cada vez más por el espacio reducido entre el ganado y yo. Sniff, sniff, empezaba a sospechar del origen de ese olor, por lo cual acerqué mi nariz a la parte superior derecha de mi cuerpo. Uff, que bueno saber que esa chucha no me pertenecía.
Parece que después de un rato de pensar bobadas, escuchar canciones, el Megabus se detuvo en la estación provisional. Lo que seguiría pues ya no era tanto como antes, además simulaba a la perfección una montaña rusa, pero en vez de golpearte con las varillas, te golpeas con los codos de las demás personas. Jaja, que risa me suponía esa escena. Todo el mundo “abróchense los cinturones, que la diversión está por comenzar.”

Por fin!!! El intercambiador. Después, mi destino se reducía a abordar el alimentador que se dirige al estadio. El resto sería pan comido.
Salí casi que de última, la gente ni siquiera puede esperar a que el vehículo se detenga. Solo caminan y caminan sin importar a quien pisoteen. Quieren llegar rápido, tienen cosas que hacer, bebes que amamantar, tareas escolares que realizar, tareas domesticas en la casa, besar a su queridísima esposa, madre o amante. Yo solo esperaba coger pronto la buseta amarilla, rezaba porque estuviera pronta a llegar. Si no, serian treinta minutos de espera demás. Aahhh! Que aburrido! Me decía para sosegar el silencio. El hombre que yo pensaba que me robaría apenas me bajara del Megabus, ya se había perdido entre la multitud, para mi alegría. Lo volví a ver después, cuando ya se disponía a hacer la fila para ir a Miraflores, un barrio de cuba.
El resto de la historia se resume en un paseo nocturno hasta mi casa. La avenida principal de cuba, giro por la bomba de corales, corales, el puente que separa a corales de gamma, piii, el botón que oprimí para que la puerta trasera se abriera. Sin resultado alguno.

“¡Nos abre la puerta por favor!”, por fin un señor musitó. Libertad, y más libertad. El ambiente estaba fresco, la noche hermosa, con una particular luna llena que iluminaba hasta el rincón más oscuro del alma. Vaya el día de hoy, pensaba después de esa emocionante aventura en la mega estreches de Pereira. Por favor, menos retraso y más espacio para ubicar gente, señor conductor.

lunes, 9 de marzo de 2009

Vendedores ambulantes, no tan ambulantes




Wilson Trujillo es un pereirano de 40 años empleado de una de las droguerías que se encuentra ubicada en el centro de la ciudad. Durante todo el día, Wilson debe realizar domicilios que despacha la droguería, por lo cual su oficio principal es recorrer las calles de Pereira a veces a pie y otras en moto. La calle 17 entre carrera octava y novena, es una cuadra que está plagada de vendedores ambulantes que impiden que el trabajo de Wilson se cumpla a la perfección, pues la cantidad de individuos que se movilizan, retrasan su trabajo y el de muchas otras personas que urgen llegar pronto a su destino. “Ellos se la pasan ahí ofreciendo calcetines y pretinas sin ni siquiera darnos espacio para caminar”, declaró Wilson.
La cantidad de vendedores que se estrechan entre sí para ofrecer a posibles compradores vestimentas como calcetines, camisetas, ropa interior, entre otros accesorios de uso diario es tal, que muchos de los peatones que utilizan esta vía para llegar a su destino se ven obligados a caminar por la mitad de la calle por donde transitan autos y motos que en el peor de los casos pueden ocasionar un accidente.
“Yo creo que lo mejor que podrían hacer con esos vendedores es ubicarlos en un espacio exclusivo para ellos pero lejos de los andenes, para que nos proporcionen más espacio mientras caminamos y no tengamos que movilizarnos por la calle”, manifestó Wilson.
En hechos pasados, se supo que cuando la doctora Maria Helena Bedoya fue alcaldesa de Pereira, los vendedores ambulantes que hoy se encuentran en la calle 17, habían sido reubicados en un lugar donde su trabajo no incomodaba a ningún transeúnte de la ciudad y además donde era más grato ofrecer sus productos a la comunidad, pero al parecer fueron ellos los que se rehusaron a trabajar allí pues su sueldo se redujo considerablemente.
Si bien es cierto que Pereira es una ciudad donde las posibilidades de trabajo son muchas, los vendedores ambulantes necesitan de los clientes que concurren la zona centro pues es allí donde su mercancía es consumida, sin necesidad de alquilar un puesto como el de muchos almacenes que se encargan de distribuir los accesorios que estos mismos venden a un bajo precio. Por lo cual, se ven obligados a atestar las calles de Pereira en busca de clientes que compren sus productos.
La única manera de darle fin a esta situación es reubicar a los comerciantes en un sector donde puedan vender de igual forma a como lo hacen en las calles. Esta sería una solución a la cantidad de personas que se amontonan en la calle 17 para conseguir el pan de cada día.